Un ingeniero abre una escuela improvisada en su casa de Alepo para permitir a un centenar de niños seguir educándose pese a la guerra.
Los bombardeos y los combates mantienen cerradas las aulas sirias salvo por iniciativas privadas como ésta, que se multiplican en todo el país.
La mirada de Mohamed refleja muchas más vivencias que sus ocho años de edad. Encogido de frío tras el pupitre que comparte con otros dos niños en la improvisada escuela, el arrojo del chico le hace levantar la mano cuando se pide un voluntario para explicar por qué él y sus compañeros no pueden ir a sus antiguos colegios de Aleppo, donde este año la guerra abortó el inicio del curso lectivo. “Ya no podemos ir porque bombardean los colegios con aviones. Cortan las carreteras con puestos de control y ponen a francotiradores. Si nos intentamos acercar, nos disparan. Por eso venimos aquí a estudiar”.
En la casa de Abdel Fadel, un ingeniero de Alepo que ha decidido convertir su vivienda en una escuela para mantener a los niños del barrio ocupados y alejarles de la violencia, el jaleo que generan las voces de unos 50 críos contrasta con el silencio de las calles. Pero los niños no hablan de cromos, exámenes o juegos. Hablan de las bombas, de sus familiares heridos, de sus conocidos muertos y del futuro de un país que se desintegra ante la apatía internacional condenando a una generación al olvido.
“Yo, antes de que abrieran este colegio, me pasaba todo el tiempo en casa. No sé nada de mis amigos, ni tampoco de muchos de mis vecinos porque se han marchado. Y todo el rato estoy asustada porque tengo miedo a morir”, musita Dania, siete aterrorizados años, envuelta en un abrigo rojo. “Hace tres semanas bombardearon mi casa. Me abracé llorando a mi madre, pero no nos pasó nada. Desde que empezó esta situación no sé nada de mis antiguos compañeros de colegio”, añade Rima, de siete años, tras pedir su turno levantando la mano.
Los pupitres donde se sientan Mohamed, Dania o Rima, como casi otro centenar de niños que los ocupan por turnos, han sido alquilados por Abdel Fader, que ha invertido en su propia escuela unas 100.000 libras sirias, el equivalente a unos 1200 euros. Durante varias semanas buscó en colegios privados, cerrados por la violencia, tanto pupitres como mapas, proyectores, pizarras e incluso temarios y libros escolares. Hoy, su casa es lo más parecido a una escuela de campaña, un improvisado centro lectivo que concede a los pequeños unas horas de normalidad en un entorno caótico.
“No podemos reabrir las escuelas por los bombardeos. Al principio pensamos en dar clases en la mezquita, pero tenemos el mismo problema: como los colegios, los templos también son bombardeados”, explica Abdel Fader mientras el imam de una mezquita cercana, que ejerce como uno de los profesores, asiente. Fue este clérigo quien comenzó a promover la iniciativa cada viernes en el templo, objetivo de un bombardeo del régimen pero aún operativo: eso y el boca a boca hicieron que el número de alumnos creciera de forma espectacular en 10 días. “El primer día había 30 niños, el segundo 40. La segunda semana eran 60. Hoy, tenemos entre 70 y 80 estudiantes de primaria y 17 de educación secundaria”.
“La idea de abrir la escuela la teníamos desde hace dos meses pero sólo lo logré hace 10 días. Mis propios hijos necesitaban un sitio donde aprender y tener cierta normalidad, así que decidí montar mi propio colegio”, explica este ingeniero eléctrico de 35 años. Los medios son muy precarios. Gruesas cortinas hacen las veces de puertas, una pizarra de plástico blanco y seis pupitres conforman cada una de las tres aulas operativas. Han conseguido un proyector que esperan poder emplear si la electricidad, que sufre cortes contínuos, lo permite. Abdel Fader guarda en una caja de cartón media docena de radiadores usados, adquiridos con sus propios fondos, que prepara pacientemente para el invierno. El proyecto es tener seis aulas para montar algo “lo más parecido posible a una escuela de verdad”.
Las clases apenas duran dos horas por falta de medios. Los chicos pagan 50 libras sirias -menos de 10 céntimos de euro- semanales destinados a una suerte de cantina, donde se les reparten galletas o patatas fritas tras la clase, antes de emprender el regreso a sus hogares. El jardín privado, donde una pequeña higuera y varios rosales desafían el escenario bélico, sirve a los críos para desfogarse, jugar a la comba y sentarse en grupos donde compartir confidencias. “Aquí los niños son felices”, argumenta Abdel Fadel. “Las clases empiezan a las nueve, pero algunos llegan a las 7 y prefieren esperar aquí que estar en sus casas haciendo tiempo”.
Los alumnos proceden de un sector determinado de la ciudad de Aleppo -los profesores prefieren que no se mencione de forma explícita por miedo a represalias del régimen- y cada uno ha tenido diferentes experiencias con la violencia. Algunos, los menos, han perdido a familiares o amigos; otros -media docena- son ahora desplazados después de que las explosiones destruyeran sus casas. Varios huyeron al principio de la batalla de Alepo a la provincia con la esperanza de que la violencia acabase pronto: volvieron cuando se les acabaron los medios para subsistir. Todos se reconocen aterrorizados por los bombardeos aéreos, los puestos de control militares, los francotiradores y los combates.
“El Ejército de Assad bombardea carreteras, mezquitas y colegios incluso si no hay Ejército Libre de Siria cerca. ¿Qué están haciendo con nosotros? Nos bombardea cuando esperamos en las colas de las panaderías, para culpar luego al ELS”, denuncia Wael, de 13 años, en la aula vecina A medida que los primeros niños rompen la desconfianza inicial para intervenir, el resto de la clase se va animando a compartir sus experiencias. Inquiridos sobre cuántos tienen familiares heridos, cuatro levantan la mano. El propio profesor se levanta la pernera del pantalón revelando varias cicatrices. “Estaba en la calle cuando arrojaron una bomba de clavos”, explica en referencia a una de las armas más usadas por el régimen al principio de la represión.
“Los críos no necesitan clases sino asistencia psicológica”, aduce Jamal, de 40 años, el único de los maestros que ya antes de la revolución ejercía como profesor en una escuela que, según su testimonio, ha resultado bombardeada. “Ahora es muy duro impartir clase porque no se concentran. Intento enseñarles inglés y me responden en árabe hablando de la última explosión, de las bombas y de la muerte. Se me encoge el corazón. Hace unos días estábamos trabajando en expresión oral y les pedí que me contaran una experiencia reciente. Uno de los niños levantó la mano y empezó a contar cómo su primo había muerto por esquirlas de metralla días atrás. Rompió a llorar. Y yo tengo que dejar la clase y comenzar a hablar con ellos, dejar que se expresen para que lo superen”. Todos los maestros coinciden en que, en los peores momentos, animan a los chicos a hacer ejercicio -una mesa de pingpong es lo más parecido a una instalación deportiva del centro, aunque suelen permitirles jugar al fútbol en la calle si no hay bombardeos- para que liberen tensión.
El profesor saca de un cajón de su mesa un puñado de folios. “Ayer les pedimos que hicieran una redacción sobre lo que está pasando”, explica. El primero de los trabajos está escrito por Ayman, de nueve años. “Cuando había vida, mi querido país era un lugar maravilloso”, comienza. “Pido lo siguiente: que acaben los bombardeos, las masacres, los disparos de los dos bandos y la violencia. Quiero que la gente pueda regresar a sus casas, que este presidente se vaya y que tengamos un presidente que sea elegido por la gente y que no mienta ni mate, que arregle nuestros problemas y reconstruya nuestro país. El nuevo presidente no puede cortarnos nunca la luz ni el agua. El nuevo presidente debe obedecer en todo al pueblo, incluso si le piden que deje el poder”.
“Los niños han cambiado”, dice Abdul Qader, que ya impartía clases de religión en la mezquita antes de la guerra. “Ahora son más maduros, más abiertos al aprendizaje. Es posible que esta situación les haga más adultos y nos ayude a mejorar”. Por el momento hay tres clases, cada una de ellas con seis pupitres compartidos por tres e incluso cuatro niños cada uno. Cinco profesores -todos con educación universitaria, sólo uno de ellos profesor profesional- se reparten varias materias como inglés, árabe, matemáticas y religión.
Otro de los objetivos de los profesores es que los alumnos, en especial los adolescentes, no queden atrapados por la violencia en un entorno en el que es frecuente ver en las brigadas a críos de 16 y 17 años empuñando armas. “Este es un barrio de clase media alta, la gente es educada. Pese al ambiente bélico que vivimos, los jóvenes no piensan en militar en grupos armados. Pero cuanto más pobres y desesperados, más posibilidades tienen de creer que no les queda más opción que combatir”.
Abdul Fadel, cuando comenzó la revolución siria, no estaba precisamente a favor de las manifestaciones. “Aquí en Alepo pensábamos que en realidad no había protestas, que era todo propaganda de Al Jazeera y que los medios internacionales mentían. Hasta que empezaron aquí las manifestaciones y nos reprimieron como el resto del país. Era la televisión siria la que nos mentía. Ahora bien, lo único que queremos es la paz”. El imam incide en que la actual contienda perjudica terriblemente a la sociedad siria, como opinan muchos de los activistas que promovieron las manifestaciones iniciales y también la aparición del Ejército Libre de Siria para defender a los civiles que tomaban las calles pero que ahora se consideran rehenes de una guerra civil indeseable.
“Apoyamos la revolución si todos estamos unidos en contra de un solo enemigo. El ELS debería ser mejor que el régimen, y a veces actúa como el propio régimen”. El ingeniero se distancia con estas palabras de las dos partes que han condenado a Siria a la violencia, a diferencia de otro de los profesores. “No nos bombardean porque haya presencia de los rebeldes. Las bombas no caen en las posiciones del ELS, caen en toda Siria. En escuelas, en mezquitas, en edificios de apartamentos, ¿cómo pueden matar a su propio pueblo?”, se interroga Jamal.”Los desertores no bombardean a la población civil. La culpa es del régimen por habernos bombardeado”, añade Abdul Qader.
Como le sucede al imam, el maestro Jamal se ofende ante la idea de equiparar a los dos bandos en liza. ”Este régimen es responsable del asesinato de niños, así que no se pueden comparar los errores que comete el FSA con los del régimen. Además, el FSA no ha caído del cielo. Somos nosotros, somos el pueblo sirio, son los sirios que intentaron defendernos a todos del régimen. ¿Errores?, claro que sí. No son ángeles, pero quienes están a las órdenes de Bashar al Assad son diablos”.
http://periodismohumano.com/en-conflicto/educar-bajo-las-bombas.html
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