miércoles, 22 de mayo de 2013

Vencidxs, la memoria de María Martín


 

Mi padre me decía que nunca llorara aunque me viera con las tripas en la mano. Así hago. Aunque, tantas cosas van ya, que no sé si tirar para atrás o para adelante. Yo no creo ya ni en mí.
Mi padre se llamaba Mariano. Era labrador y ganadero. Mi madre Faustina. La llamaban “La Grifa” porque tenía el pelo rizado. El primer recuerdo que tengo de ella es el día que se la llevaron. Estábamos en casa de una vecina viendo cómo entraban los moros. Vino un señor, mandado por quien fuera, que me agarró de los hombros y me separó de mi madre para llevársela. Ya no la volví a ver hasta el 20 de septiembre, que la soltaron para que fuera a buscar mil pesetas a cambio de que no la mataran. Como no las tenía, la mataron al día siguiente. Mi hermana se enteró de cuando la llevaban a matar, y fue corriendo detrás, pero no le dejaron despedirse de ella. Un guardia civil le pegó con la culata del fusil y la tiró al suelo. Ese día mataron a 27 personas. Las cuatro mujeres fueron desnudadas. No nos permitieron recuperar la ropa.
Luego nos echaron de nuestra casa. Como estaba arrendada entraron y nos tiraron todo por el balcón. Se quedaron las cosas de la casa y los comestibles. Enseguida se hizo una aristocracia en el pueblo, y allí en el cuartel de la Guardia Civil se iban repartiendo lo de todos: una sábana para ti, otra para mí; aquí sobra una, pues un cacho para cada uno.
Mi padre no estaba en el pueblo cuando mataron a mi madre. Ellos no estaban casados en España, se habían casado en Francia. Pero cuando volvieron de allí no les querían dejar estar juntos porque decían que ese matrimonio no era válido. Mi padre les respondió que sólo se casaba una vez, y por ahí le empezaron las guerras. Lo metieron en la cárcel, lo acusaron de que había sido alcalde: ¿cómo iba a haber sido alcalde si era analfabeto? Él se dio cuenta que tenían intención de matarlo, así que con la ayuda de alguien influyente que le tenía aprecio simuló que lo habían matado. Vinieron al pueblo gritando: “Lo han matado, lo han matado” y todos nos creímos que lo habían matado. Mi madre también. Pero él se había escondido en un pueblo cercano a Ávila. Fue a partir de septiembre de 1936.
Volvió a los dos años con unos documentos que lo protegían de la muerte. Pero las palizas sí se las metían. Un día unos chavales, haciendo una travesura, le tiraron una cesta de aceitunas, y mi padre les riñó haciendo llorar a una. Pero eso lo vio un cacique e intentó pegarle, y él se defendió. Entonces llegaron quince o veinte, todos de su gremio, falangistas y amigos, y lo apalizaron. Llegó a casa y no nos quiso decir lo que le había pasado, nos dijo que había sido un accidente. Pero llamaron a la puerta y era la Guardia Civil. De la paliza que le dieron se le cayó la carne del brazo. Pues porque fue el médico y le curó, al pobre médico, otra soberana paliza. La farmacéutica nos dejaba los medicamentos escondidos por temor a represalias, pues tenía prohibido despacharnos nada. Mi hermana, con doce años, le curaba, y yo le sujetaba la palangana.
A los pocos días de aquello empezaron a saquearnos: “Pásate por el cuartel y nos llevas una carga de patatas”, que eran 115 kg o “pasado mañana una carga de leña.” Muchas veces se lo hemos llevado mi hermana y yo, ayudadas por una vecina, porque cuando él llegaba después había leña de la otra también. Haciéndolo así le evitamos algunas palizas, porque eso era cada dos por tres. Mi padre estaba siempre vigilado y no le permitían salir del pueblo. Aún así, él se callaba, pero nunca se dejaba pisar. Al defenderse, siempre le daban mucho más. Él nunca supo quien había matado a su mujer, pero sí que sospechaba que a nosotras nos hacían algo. Lo cierto es que nosotras íbamos siempre con miedo por la calle. Siempre había algo que darte. Si no era un cachete, te pasaban la mano por encima: “Algún día… No teníamos que haber dejado ni simiente.”
La primera vez que nos hicieron lo del ricino yo tenía 6 años. Nos recogieron por todas las calles y nos llevaron a la Iglesia, a rezar el rosario y cantar la Salve. Nos llevaban a rezar y “a pedir a Dios que fuéramos más buenos.” Luego nos repartieron entre el ayuntamiento, las escuelas y el cuartel de la Guardia Civil. Allí daban el aceite de ricino y las guindillas a los niños de 6 años como yo, que era la más pequeña, porque mi madre no podía ir por mí, pues ya la habían matado. A los niños nos daban medio litro de aceite de ricino con diez guindillas y a los mayores y las mujeres embarazadas, el litro entero con veinte. Una señora, que estaba embarazada, les dijo que si no les daba pena hacerle eso a niñas como nosotras, y le respondieron que si ella se tomaba su ración a nosotras no nos la daban. Se la dieron, lo de ella, lo de mi hermana y lo mío. Cuando se lo bebió le dijeron: “Tú es que no tenías bastante y querías más, pero no te apures que ellas tienen aquí lo suyo.” Aquel día estuvimos desde las 9 de la mañana hasta las 8 de la noche.
Luego ya no nos volvieron a juntar más, nos iban llamando por separado, cada día a una persona diferente. Cuatro o cinco veces al año, o más, cuando se les antojaba. La última vez que me lo hicieron a mí fue cuando yo cumplí los 17 años. Vinieron los maquis al pueblo y ellos creyeron que yo los había visto. Esa tarde mataron a uno de los caciques del pueblo. Pero yo no vi nada, y ellos querían que les dijera que sí. ¿Cómo iba a decirles que sí si no había visto nada? Tuve que beberme el litro de ricino y tragarme veinte guindillas. Tuve que ir a las olivillas, unos olivares donde íbamos a hacer nuestras necesidades porque no había servicio, más de cuarenta veces. Iba, y antes de llegar, ya me tenía que volver. Esa noche me acosté inconsciente en la cama. Mi padre me llamaba y yo no podía contestarle.
En realidad nosotras nunca le contamos a nuestro padre lo del ricino. Él hubiera ido a por ellos, y luego lo habrían matado a él. Siempre nos protegía y nos defendía, así que lo protegimos también. Murió a los 85 años y nunca lo supo. Tampoco nunca se quiso volver a casar con otra mujer. Decía que no había ninguna que pudiera ocupar el puesto de mi madre. Siempre le poníamos flores donde la enterraron, y yo se las sigo poniendo. Tampoco he dicho nunca el nombre de los que le daban las palizas a mi padre, ni de los que nos daban el ricino y las guindillas. Los hijos de los asesinos han sido mis compañeros de escuela, y guardamos buena relación, por eso yo nunca les contaré lo que hicieron sus padres. Ellos no tienen la culpa.
Nosotras crecimos en la pobreza. Mi padre compró una cabra y me fue tirando adelante con el espumante de la leche. Cuando cumplí veinte años me marché a Madrid a servir a unos señores y a criar a sus cinco hijos. Todavía guardo buena relación con ellos. Estuve doce años. Luego volví a Pedro Bernardo y me casé, de mala gana, porque mi padre quería recogerse ya. Pero mi marido era buena persona, y a mí con eso me bastaba.
El 7 de diciembre de 1963 nació mi primera hija. Mi hermana me acompañó al hospital, en Madrid, a dar a luz, pero tuvo que marcharse a trabajar. El médico y la enfermera se miraron. Me empezaron a dar unas contracciones muy fuertes, pero la enfermera me decía que no apretara. Entonces yo hice un gesto para contener la respiración. Digo yo si la enfermera creyó que era para hacer más fuerza. Me dijo otra vez que no apretara, y me dio dos bofetadas, a dos manos. Me entraron ganas de hacerle tragar sus gafas, pero pensé: “María, que estás en sus manos y te puede hacer daño a la criatura.” Así que me contuve. Me cruzó las piernas y se sentó encima de mí. Luego vino el médico y le preguntó a la enfermera que qué pasaba. Le contestó: “Nada, éstas de pueblo, que son unas animales.” El médico dijo que el parto era inminente, pues la niña estaba perdiendo respiración. Me llevaron corriendo al quirófano y me anestesiaron. La niña nació, pero yo todavía no la he visto.
Yo tenía la confianza de que ella seguía en al incubadora con la pulsera, pero no me la enseñaban. Al final vino una monja y le exigí que me enseñara a la niña. Se santiguó. Le dije: “Ya no me digas más, pero quiero verla viva o muerta.” Me contestó que ya hacía ocho días que la habían enterrado. Y a mí me habían dejado tan maltratada de aquí abajo, que yo no supe dónde había estado en todo ese tiempo. Tampoco si alguien me visitó o no. Lo que sí sé es que una mujer andaba buscando en el hospital un bebé para adoptar, y negoció con una madre soltera que limpiaba las habitaciones, pero ella le dijo que no vendía a su bebé por nada.
El día 24 de diciembre me dieron el alta. Me cortaron los puntos, tenía todo infectado, pero como ya no tenía fiebre, me dieron el alta. Cuando salí a la calle no paraba de nevar. Desde O’Donnell hasta la Puerta de Alcalá no encontré un taxi. Cuando llegué a mi casa no había nadie, y le pedí a una vecina el dinero para pagar el taxi. Veinte años después me tuvieron que volver a operar, a cortar y a coser de nuevo. El médico me dijo que no sabía cómo podía haber tenido a más hijos, que podía haber perdido hasta las tripas.
Yo siempre he sospechado que a mi niña me la robaron, por eso pido que digáis que si hay alguna mujer que sospeche que sus padres no son sus padres, y que su nacimiento fuera en esas fechas, por favor, que se ponga en contacto conmigo.
He tenido mucho miedo toda mi vida. He pasado por muchas cosas: me han llevado en procesión a la Iglesia, me han apedreado, me han insultado desde niña. Pero un día empecé a luchar por poder sacar a mi madre del pie de la carretera donde todavía permanece enterrada. He pedido ayuda a todo el mundo, a jueces, a ministros, hasta al Rey, porque si hubiera sido la madre del Rey ya la tendría recogida. Al fiscal del Supremo, a los presidentes del gobierno.Nunca nadie me ha dado una solución. Aquí tampoco nadie se implica verdaderamente con nadie. La gente va a buscar su jornal y nada más. De mala sangre no pueden salir nunca buenas morcillas. Y, a nosotros, que no somos nada, el mundo entero nos da la espalda.
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La asociación DateCuenta lanza un crowdfunding para financiar el libro del proyecto ‘VENCIDXS’. La obra relata la historia de un centenar de testimonios que fueron represaliados durante y después de la guerra española de 1936 dando primera voz a personas anónimas que sufrieron las consecuencias del régimen franquista.
Ahora DateCuenta, que lleva cinco años trabajando en el proyecto, busca la ayuda para la edición del libro de VENCIDXS a través de la plataforma LÁNZANOS donde toda aquella persona que esté interesada en conseguir un ejemplar pueda realizar una pre-­‐compra, sin intermediarios y directo de imprenta y, además conseguir como recompensa otros materiales relacionados con la lucha social o la memoria histórica. El proyecto ‘Vencidxs’ es el primer gran proyecto de esta asociación sin ánimo de lucro, y ha sido autogestionado desde el principio. Se trata de un proyecto transmedia que difundirá los testimonios más olvidados de la historia de España en tres formatos: un libro, un documental y una página web con todas las entrevistas.

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